
Severino Di Giovanni, el hombre que vio morir Roberto Arlt
El 1º de febrero de 1931 era fusilado Severino Di Giovanni en el patio de la Penitenciaría Nacional. Di Giovanni había sido declarado enemigo público Nº1. El anarquista italiano nació el 17 de marzo de 1901, en Chieti. Apodado por un comisario como el Robin Hood moderno, debió atravesar un juicio sumario y fue condenado a la pena de muerte. Su ejecución fue contada por varios cronistas que pudieron presenciar el «dantesco» espectáculo. Uno de los asignados para tal tarea fue el gran escritor argentino Roberto Arlt, quien dejó rastros literarios de aquel triste hecho. Sí, toda muerte es lamentable.
Contexto histórico-político
El 6 de setiembre de 1930, el gobierno de Hipólito Yrigoyen fue depuesto por José Felix Uriburu (general), dando forma al primer golpe militar. Tras aquel suceso, las autoridades de «facto» emitieron un bando que establecía la Ley Marcial y la pena de muerte.
«Artículo 1: Todo individuo que sea sorprendido en infraganti delito contra la seguridad y bienes de los habitantes, o que atente contra los servicios y seguridad pública, será pasado por las armas sin forma alguna de proceso»
Según rezaba el bando
La puesta en función del bando no se hizo esperar. Uriburu y su séquito tenían objetivos claros: «poner orden» -o lo que ellos entendían por esto-. La ejecución sumaria de Joaquín Penina, anarquista catalán, fue la primera de una larga lista. A él le siguieron Gregorio Galeano, José Gatti y Pedro Icazzatti, todos «acusados» de distintos delitos.
El 1ro de febrero la Ley Marcial les daba la primera gran alegría: terminar con quien, para ellos, era su «gran enemigo»: Di Giovanni. Severino, que había llegado escapado de Italia -por sus acciones violentas con el gobierno de Benito Mussolini-, en 1922, apenas arribó a la Argentina comenzó a realizar una férrea militancia anarquista. Creó el periódico Cúlmine y, también, comenzó a editar y distribuir panfletos con el objetivo de empezar a nuclear a los camaradas italianos. Su nombre rápidamente se comenzó a hacer oír. Junto con los artículos y la información panfletaria llegaron las que el propio Di Giovanni llamaba «expropiaciones» -robos a familias y personajes adinerados de la entonces sociedad porteña-.

Su habilidad con las armas lo convirtió en el gran objetivo de las fuerzas de seguridad -blancos certeros de sus disparos-. Estaba convencido de que la violencia sería la cuna de la revolución. Poco a poco, su forma de ver el cambio -sumado al mote establecido por la prensa: «El hombre más maligno que pisó tierra argentina«- lo fueron cercando. Su aventura anarquista duró ocho años y la mayoría de ellos fue perseguido por la policía.
Es cierto que sus acciones violentas (algunas de ellas mensajes políticos y otras robos) fueron sumando heridos y muertos; pero lo que fue cambiando el ánimo social y definiendo su futuro se trató de una inteligente jugada comunicacional -elaborada por las autoridades de seguridad junto con algunos medios de comunicación- que fue creando un monstruo. En los últimos meses de vida de Di Giovanni todas las acciones violentas y cada una de las muertes ocasionadas en un robo fueron asignadas al anarquista italiano. Así, poco a poco, se fue cociendo el caldo de cultivo de su desventura. Propios y extraños comenzaron a despegarse de su figura; incluso el diario socialista «La protesta» lo había tildado de «espía fascista, agente policial extranjero, burgués y capitalista«.
Tiempos violentos
La violencia era una de las herramientas por esos días. De un lado estaban los anarquistas y los grupos organizados que armaban atracos, bombas caseras con clavos, gelignita y dinamita; mientras que del otro, la fuerza de seguridad encabezada por Leopoldo Lugones (hijo del gran literato) que hacía uso de su flamante invento: la picana eléctrica -como herramienta intimidatoria y como correctivo-.

Emboscada y detención
El 29 de enero de 1931 la policía montó un operativo en las inmediaciones de la imprenta de Severino. Cuando el anarquista llegó a su trabajo, los hombres de la fuerza de seguridad lo atacaron. Dispararon más de una centena de tiros. Di Giovanni tenía únicamente las cinco balas que cabían en la recámara. Cuando le quedaba tan sólo una, eligió darse a la fuga, a pesar de tener algunas heridas «leves». Emprendió -más por instinto que por convicción- el escape. Arrancó su carrera hacia el fondo de la propiedad. Trepó por las paredes de la medianera. Subió a los techos. Atravesó terrazas -entre adrenalina y miedo-. Y cuando vio que a su capítulo no le quedaban muchas páginas, se lanzó desde diez metros de altura en busca de un pasaje favorable en medio de esa historia. Lo que aún le quedaba por vivir sería el motivo de su propia sentencia.
La persecución duró unas cuantas cuadras y varias docenas más de balas policíacas. El escape se tradujo en algunos peatones heridos y una niña muerta, que finalmente la sumarían en la columna del haber del «violento italiano anarquista«. La fuga terminó en un garage. Di Giovanni quedó encerrado, antes de caer preso. Vio su arma (a la que aún le quedaba una bala en la recámara) y pensó en su último amor: su mujer, sus tres hijos y la causa que no había podido terminar. Apoyó el caño de su revólver en el pecho y se disparó. Pero la suerte no estaba de su lado: sólo se produjo una herida superficial.
Lo que vino después fue todo tan vertiginoso como el intento de huida. En dos días se realizó el juicio por medio del Tribunal Militar, la condena y, más tarde, la ejecución sumaria.
Los artículos periodísticos de la época y algunos trabajos históricos dan cuenta de que la última frase de Di Giovanni fue:
«Jugué y perdí. Pago con la vida. Como buen perdedor»
Palabras de Severino Di Giovanni a su defensor de oficio -que poco podría hacer, ya que la condena había sido impuesta de ante mano-.
Crónicas de un fusilamiento
Roberto Arlt, que se encontraba presente junto a otros periodistas y testigos, escribió una de sus aguafuertes, «He visto morir», relatando lo que había sido el fusilamiento del luchador anarquista considerado por la crónica como «el hombre más maligno que pisó tierra argentina» o «El Robin Hood moderno» -como lo nombró un comisario-.
Di Giovanni llevó adelante sus ideas de redención y justicia social mediante atentados dinamiteros y cinematográficos asaltos a bancos.

HE VISTO MORIR…
Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanosos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de Culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.
LA LETANÍA
Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
<<…de acuerdo a las disposiciones… por violación del bando… ley número…>>
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
<<…artículo número…ley de estado de sitio… superior tribunal… visto… pásese al superior tribunal… de guerra, tropa y suboficiales…>>
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
<<…estamos probando… apercíbase al teniente… Rizzo Patrón, vocales… tenientes coroneles… bando… dése copia… fija número…>>
Di giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia.
<<…Dése vista al ministro de Guerra… sea fusilado… firmado, secretario…>>
HABLA EL REO
-Quisiera pedirle perdón al teniente defensor…
Una voz: -No puede hablar. Llévenlo.
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
-Venda no.
Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso.
Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
-Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!
Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de gracia.
MUERTO
Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzales Tuñón, de Crítica y Gómez, de el Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
-Está prohibido reírse.
-Está prohibido concurrir con zapatos de baile.
Roberto Arlt