
«Atanasio» de Diego Simón (cuento)
Diego Simón es uno de los nuevos autores que irrumpieron en la nueva literatura. Sus letras, hijas de la poesía o como preferiría decir él: de «versos libres» que no llegan a ser poemas, encontraron en el cuento su mejor expresión.
Simón, un cultor del género fantástico, tiene un estilo directo que logra crear -con recursos simples- universos tan reales como extraños. Gracias a su cuidado uso de las metáforas crea singulares paisajes literarios.
El tiempo, la vida, la muerte, son temas recurrentes en su primer libro «La textura de la incerteza«, editado por Ruinas Circulares. Simón construye su armónica cosmovisión línea a línea de manera cuidada sirviéndose de un apropiado uso del lenguaje.
Aquí presentamos un cuento de su primera producción literaria: «Atanasio«.

Atanasio
Caminaba por el borde de un camino de tierra angosto e irregular. A mi alrededor sólo había pastos secos y restos de cercos. El calor era insoportable. La estela de polvo, detrás de mí, perduraba más de lo normal: casi no había aire.
Un fuerte dolor cervical me dificultaba la marcha. A lo lejos, el camino se elevaba sin dejarme ver lo que había después. Divisé, sobre mi izquierda, una casa muy apartada. Me dirigí hacia ella. El suelo crujía con mis pisadas como si se tratara de una capa de huesos delgados, frágiles. Mientras me acercaba, pude ver un molino a su lado que me observaba con su gran ojo. La ausencia de viento lo convertía en un objeto inservible.
Me detuve a una distancia prudente de la casa y di aviso de mi llegada palmeando. No se oyó ninguna respuesta. Insistí. ¡Hola! ¿Alguien podría ayudarme?, pregunté. Nuevamente silencio.
La fachada de la casa revelaba un descuido esmerado. Sus paredes eran de un color gris opaco, tal vez originalmente blancas. El techo pronunciado, a dos aguas, se asemejaba a una flecha que señalaba al cielo.
Subí dos escalones de madera y llegué a la galería. No procuré ser cauto con mis pisadas; todo lo contrario, quería que me escucharan para no parecer sospechosamente sigiloso.
Golpeé a la puerta. Al no recibir respuesta, la abrí y asomé la cabeza, aún con los pies afuera. El abandono cubría cada objeto. Entré y recorrí la casa apartando cortinas de telas de araña. Todo estaba desordenado. Una de las habitaciones tenía la puerta cerrada.
Salí de la casa y me recosté boca arriba sobre las maderas de la galería. Las sentí rusticas, pero agradablemente frescas. Me relajé, convencido de que nadie aparecería cuestionando mi temporaria usurpación. Disfrutaba de no sentir el sol masacrándome la piel.
Al rato me puse de costado y posé la mirada en el molino que se me antojó parecido a un faro debido al brillo de una de sus aspas. De pronto comenzó a girar. Intermitente, rechinando en cada avance. Me llamó la atención: nada más se movía en los alrededores, ni un solo yuyo alteraba su inclinación natural.
De una tubería empezó a caer un hilo de agua. Me arrimé y me mojé la cara. Mientras lo hacía, vi a lo lejos la figura de dos hombres que se acercaban. Me pareció que venían juntos, pero después noté que estaban a diferentes distancias de mí. No mostraban prisa, tampoco interactuaban. Levanté la mano y los saludé; ninguno replicó. Luego vi a mi derecha a otro hombre y a una mujer acercándose de idéntico modo. ¿Serán los dueños de la casa?, me pregunté. Fui hasta la parte de atrás y advertí que más personas venían en dirección a mí.
Los más cercanos ya estaban a unos cincuenta metros. Eran muchos. Me metí rápido en la casa. Trabé la puerta con su cerrojo y me escondí detrás del sillón.
Comencé a oír sus pisadas. Se acercaban. Se multiplicaban. Algunas eran ruidosas y espaciadas; me hacían pensar que se trataba de personas de gran peso y tamaño. Otras, más suaves y continuas, parecían provenir de mujeres o de niños. No se escuchaban voces, ni ningún otro sonido. Creí que forzarían la puerta o alguna ventana para entrar. Estaba acorralado.
Me acerqué a gatas a la habitación que había encontrado cerrada. Giré el picaporte con fuerza, pero no logré abrir la puerta: parecía estar trabada con llave. Volví rápido detrás del sillón, como si se tratara de un escudo. Quería desaparecer.
Al pasar los minutos —imposible establecer cuántos— oí que las pisadas se alejaban. De pronto, ya no hubo más que silencio. Abandoné mi escondite tratando de entender qué había sucedido. Después de recuperar un poco de energía, y algo de valentía, entreabrí la puerta y miré hacia afuera. No vi a nadie. Salí de la casa para inspeccionar los alrededores. Todo se veía normal. Me alejé de la casa. Fui hacia el camino y continué avanzando en el mismo sentido en el que había venido, hacia donde éste se elevaba ocultando el horizonte. Mientras tanto, el calor no cedía.
Al llegar a la parte más alta, advertí que sólo tenía por delante una recta interminable; no se divisaba ninguna casa ni tampoco árboles. Permanecí estático unos segundos mientras la desesperanza se apoderaba de mí. Me di vuelta y caminé lo más rápido que pude hacia la casa para protegerme del sol.
Cada tanto daba un giro completo, sin dejar de caminar, para comprobar que nadie me estuviera siguiendo. No tenía sentido volver a la casa después de lo que me había ocurrido, pero no tenía otra opción.
Entré y me senté en el sillón a descansar. Me recibió con una nube de polvo. Era antiguo e incómodo, pero mi grado de cansancio ahuyentaba cualquier pretensión.
Un chirrido fuera de la casa me hizo sobresaltar. Me acerqué a una ventana, pero estaba tan cubierta de polvo que no pude ver nada hacia afuera. Asomé, de a poco, la cabeza por la puerta: no vi a nadie. De nuevo el mismo sonido; era el molino que giraba.
Me acerqué y me mojé la nuca. Pero noté que, nuevamente, se había movido sin que hubiera viento. Alcé la mirada y vi a una mujer del otro lado del camino. Corrí a la parte de atrás de la casa sólo para confirmar lo que presentía: más personas se estaban acercando.
No dejaban de mirar hacia mí. Eran más que la primera vez. Ya estaban muy cerca. El sonido de sus pisadas se volvió uno. Único y tenebroso.
Entré a la casa y trabé la puerta. Maldije en voz alta, pero mi voz sólo produjo un sonido débil, similar a un ronquido. Escuché pisadas en la galería. De pronto, golpes en la puerta, en la ventana de la cocina, en las paredes: continuos, secos, como producidos por palmas abiertas.
Fui hasta la habitación que había encontrado cerrada. Embestí contra la puerta con el hombro varias veces sin lograr moverla. Busqué en los cajones de la cocina algo que me sirviera para poder abrirla, pero estaban vacíos. Mientras tanto, los golpes no cesaban y me volvía torpe a causa del miedo. Las sillas del comedor eran muy pesadas, así que tomé una de ellas y la violenté contra la puerta; solo logré que sus patas se partieran y salieran volando como pájaros en fuga. Hasta que por fin encontré herramientas en la parte baja de un mueble. Tomé una masa y golpeé la puerta cerca de su cerradura, una y otra vez, hasta que logré abrirla y entré. Arrastré un mueble bajo contra la puerta para evitar que alguien pudiera entrar. Me sentí más seguro en la habitación a pesar de su poca claridad y de los golpes que sus paredes también recibían. Apenas una luz tenue se colaba por la ventana. Golpes, golpes y más golpes; eran como los latidos de un mundo aterrorizado. Me metí debajo de la cama. Quedé cubierto de polvo y telas de araña. Me tapé los oídos con las manos y permanecí inmóvil un largo rato. Al separar
las manos ya no escuché golpes en las paredes, apenas se oían unas pocas pisadas que ahora parecían alejarse.
Luego todo lo que oía eran mis palpitaciones. Se habían transformado en el eco de los golpes que ya no estaban. Sentí en mi pecho algo duro, de metal, que sobresalía del piso. Salí de abajo de la cama. La corrí hacia un costado. Tiré de esa especie de manija y se levantó la puerta de un sótano. No se veía nada adentro debido a la poca luz que había en la habitación. Entreabrí la ventana y me animé a bajar unos escalones, atento al estado de la escalera. Ahora, en el sótano se veía una soga gruesa de la que colgaba un cuerpo.
Subí la escalera a los tropiezos. Abrí con fuerza las hojas de la ventana, la atravesé y huí hacia el camino.
Empecé a correr, volviendo por donde había venido. A pesar de mi apuro me sentía inmóvil: no había ninguna referencia a mi alrededor que me indicara un avance. Sólo éramos el campo, el camino y yo.
Distinguí a lo lejos a un hombre que venía hacia mí. Me apuré aún más para alcanzarlo. Cuando estuve a su lado, me miró sin asombro. Le supliqué que me indicara cómo llegar al pueblo más cercano, que me salvara del calor infernal, de los golpes en las paredes… Le pregunté su nombre, y quién sabe cuántas cosas más. Dudo de que haya entendido algo ante esa batería de preguntas
ansiosas. Recién al acabarse mi aliento, me dijo, con una calma notable, que el pueblo más cercano era Viorio. Pero me recomendó ir a la “casa de más adelante” y aguardar a que bajara el sol. —Ya estuve ahí, no quiero volver.
—Lo entiendo —dijo —, en ese lugar pasaron cosas terribles. —¿Qué es lo que sucedió? —pregunté.
—En esa casa vivía Atanasio Montesino. Un hombre solitario, que criaba animales. Sólo unas pocas veces se había acercado hasta Viorio. Los que llegaron a conocerlo señalaban que no conversaba con nadie, ni siquiera saludaba. Miraba todo el tiempo al piso, como si detestara estar rodeado de personas. La gente hablaba muy mal de él.
Tomó aire y continuó:
—Hace muchos años, hubo un verano por demás caluroso, seco, tras meses sin llover. En esa época, Atanasio era el único de por aquí que tenía un molino, por ende, agua.
El hombre siguió su relato, ahora con cierto enfado.
—Nadie quería ir hasta su casa debido a su mal genio. Pero la situación se volvió desesperante. Un día, un grupo grande de gente se animó a ir. Al llegar a la casa la rodearon; sabían que él estaba adentro. No intentaron hablarle ni convencerlo de nada; hubiera sido en vano. Mientras unos saciaban su sed en el molino, otros cometieron el error de tomar algunas de sus gallinas. En ese momento comenzaron los
disparos desde el interior de la casa. La gente corrió en todas direcciones. Atanasio les disparó a todos los que pudo, fue una masacre. Sólo unos pocos lograron escapar de sus balas. Todos, en Viorio, perdieron a algún ser querido en esa matanza.
Tras eso, el hombre reanudó su marcha.
Me le uní y le pregunté por Atanasio, qué había sido de él. —Nunca más se lo vio. Algunos mencionaban que había escapado esa misma noche para ponerse a salvo; otros, que él era el mismísimo diablo y, como tal, se esfumó cuando así lo quiso. —¿Hacia dónde se dirige usted ahora? —quise saber. Ya no me contestó. Me detuve, observándolo mientras se alejaba. En ese instante invadieron mi mente imágenes agitadas, demasiado borrosas como para entenderlas. Me esforcé en aclararlas. Y, para mi desgracias, lo logré.
Se me vencieron las piernas, quedé arrodillado sobre el camino. Mi mano izquierda no paraba de temblar mientras me la acercaba al cuello. Sólo al cerrar los ojos me animé a acariciarlo. Un rugoso surco lo rodeaba.
Diego Simón
(Atanasio)