
Una historia no tan mínima (misceláneas)
Hay momentos en la vida que son chiquititos, muy pequeños casi diminutos pero que emocionan hasta la médula y lo digo creyendo que la médula está muy lejos, en un lugar remoto, desconocido e inaccesible. Aunque sospecho que aún peor es el paradero donde mora el alma.
Hay momentos cotidianos, tan mágicos como únicos, que se repiten a cada instante, y que sistemáticamente parecemos ignorarlos. Uno de ellos me sucedió hace un tiempo… Ya no importa muy bien cuando.
Era cerca del mediodía, a la hora exacta en que los bancos se pueblan de malos humores, de ansiedades, de personas-que parecen deshumanizarse -al menos por un rato-. Yo formaba parte de una serpenteante fila que sólo avanzaba de a ratos… Los minutos servían para pergeñar un sinfín de sueños truncos, esos que nacen sabiendo que jamás llegarán a ningún lado…
A mí alrededor, el movimiento era constante, pero nada parecía estar sucediendo… Apuros, corridas, murmullo permanente; en medio de ese incompresible hormiguero me había quedado atascado. El libro que había llevado para matar al tiempo no parecía estar siquiera cargado. De pronto, en medio de ese tumulto organizado vi entrar a una mujer joven que llevaba de la mano a un niño, de unos tres años, vestido con un guardapolvo a cuadrillé, de esos que se utilizan en el jardín de infantes…
La dama se paró en la puerta de ingreso y movió su cabeza como buscando-sin suerte- a alguien… Un poco más abajo, el chico esperaba con una ansiedad (distinta a la del resto) que se le traslucía en sus ojos. Con unos pocos gestos el pequeño parecía estar diciéndole algo, tal vez algún dulce e insistente reclamo. No lo sé.
Sin mediar palabras, pero sobrando afecto, la madre lo levantó en sus brazos al niño. En ese instante eran cuatro ojos los que buscaban en silencio, pero ni así lograron poner a la suerte de su lado. La carita del niño se mantenía aún iluminada, alegre, risueña, fresca, ajena a cualquier posibilidad de fracaso.
Antes que la sombra de la angustia llegara hacia el pequeño la mujer habló con el guardia de la puerta, y sin más preámbulos que una sonrisa el uniformado rompió el bullicioso silencio que inundaba el enorme y altísimo salón y con una voz potente y firme llamó la atención de uno de los cajeros que inmediatamente miró hacia la puerta…
Al ver al empleado la cara del niño cambió, se alumbró con una amplia sonrisa (de esas que quedan eternamente grabadas en la memoria), y un grito dulce y abrasador invadió el banco: ¡Hola Papá!
Por un segundo, y gracias a la complicidad de esa madre que se veía plena, en el banco Provincia de Caballito no existió nada más importante que ese mágico y conmovedor vínculo entre padre e hijo… Por un instante toda esa espera tomó en mí sentido…
Leandro Murciego
(Una historia no tan mínima)