La cuarentena nos lleva, en muchos casos a repensarnos, a hacer una introspección. Y, por momentos, los recuerdos llenan con tiempos los espacios y vienen de la mano de textos que se creían olvidados.
«Años» es un poema escrito por Leandro Murciego hace casi una década que no formó parte del libro «Identidad», editado por la editorial norteamericana Por el ojo de la aguja, pero que por la idea de temporalidad que lo atraviesa, hoy surge como el Ave Fénix para dar cuenta del paso del tiempo y de lo fugaz que resulta.
Algo de historia sobre este poema
«Extrañamente para escribirlo busqué una imagen de pequeño, de muy pequeño. Recordé o inventé una tarde de domingo sentados con mi prima, Ada, debajo de la mesa del living de la casa de mis abuelos. Era un domingo al mediodía. Arriba los adultos hablaban. Encimaban sus voces. Abajo, nosotros, los niños, escuchando de robado. Ahí, yo construyéndome supuestos recuerdos. Ese disparador y algunos textos de Mario Benedetti le abrieron la puerta a este texto.»

A los diez, nada lo acechaba.
Su mundo se limitaba
a una decena de manzanas,
viajaba a la luna
sin saber qué era la NASA,
navegaba en barcos de papel
hasta donde el agua lo llevara.
A los veinte, corría descalzo por la calle,
dormía de a ratos recostado
en cada una de sus sombras
hasta que lo descubriera la mañana.
Perdió un par de amigos,
más temprano que tarde;
inundó un desierto todo,
por gusto o por falta de él.
Por amores lloró siete mares,
y parió cien penas
para acunar un recuerdo.
A los treinta, descubrió que el paladar
tenía barrios y rincones
que jamás había visitado,
que la prisa se pierde con los años,
que la noche no siempre es oscura
y que la aurora nace voraz y a los gritos
para tapar los dolores de las duras madrugadas.
Diez años más tardó para entender
que el sexo sin amor no es pecado,
que el perdón no es un don
sino más bien algo que nos debemos,
que el paraíso no es la tierra prometida,
que en las misas te ofrecen el penúltimo
de sus lotes pero siempre a sobreprecio,
que los besos no dados nos fermentan dentro
y que nunca es tarde mientras haya tiempo.
A los cincuenta, la vida
se le transformó en cuento,
en historias de jinetes y molinos,
de dragones y caballeros.
Y aprendió que los miedos
se van evaporando,
que se acumula
lo que no se necesita
y que lo otro se va viviendo;
que no todo tiene precio
y que los sueños que se paren de mañana
son los que se terminan cumpliendo.
Después, lo perdí de vista.
Lo último que recuerdo
fue que dejó su mochila
tirada en un rincón en el suelo;
quería viajar liviano,
irse apenas con lo puesto
no necesitaba muchas cosas
para ir a vivir sus sueños.
Leandro Murciego
(Años)