
Los nacimientos de Cortázar
Un 26 de agosto de 1914 nacía en Ixelles, un hermoso municipio de Bruselas, Julio Florencio Cortázar. Y poniendo en primer plano esta efeméride literaria, PAMA le rinde homenaje al gran escritor «argentino».
Como todos, la vida de Cortázar está plagada de nacimientos. La mayoría llega de la mano de la fortuna o de caprichos del destino.
Él mismo decía que nació «de casualidad», en Bruselas, a las tres de la tarde, mientras de fondo se escuchaban las explosiones de los obuses alemanes. Por esos días, el Káiser había decido invadir Bélgica, en medio del contexto histórico-político de la Primera Guerra Mundial.
«El mío fue un nacimiento sumamente bélico, lo cual dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta».
Julio Cortázar
La tenacidad de su madre, María Scott de Cortázar, y quizá algún guiño del destino, hicieron que Julio no quedara con nacionalidad alemana (ya que por aquellos días todos los niños y niñas que nacían en territorio belga eran inscriptos como alemanes).
La voracidad de la guerra los hizo, a los Cortázar, buscar refugio en la neutralidad suiza. Y cinco meses después del nacimiento de Julio, en febrero de 1915, lograron dejar atrás a Bélgica. En ese pequeño país, nació Ofelia, la hermana menor del escritor.
En busca de un territorio más amigable, la familia continuó su derrotero hasta llegar a Barcelona. A muy temprana edad, con dos años, a Julio se le despertó su amor por el arte, en espacial su pasión por el artista catalán, Gaudí.
«Una vez a mi madre le pregunté. Yo por momentos veo imágenes de colores, con formas extrañas, como baldosas, como mayólicas. ¿Qué puede ser eso? Y mi madre me dijo: Eso puede corresponder a que tú, de niño, en Barcelona, te llevábamos casi todos los días a jugar con los niños al parque Güell. Yo creo que mi inmensa admiración por Gaudí comenzó a los dos años. Inconscientemente, sí.»
Julio Cortázar, declaraciones realizadas en una entrevista hecha por Joaquín Soler Serrano, en 1977 emitida por TVE.

En 1918, una vez terminada la guerra, Cortázar llegó a la Argentina junto con su familia. Y se instaló en Banfield -por aquel entonces- un pueblecito casi de campo que tenía una pésima iluminación que como Julio afirmaría de adulto: «favorecería el amor y la delincuencia en proporciones, más o menos, iguales».
Cortázar nació a la escritura, a los ocho años. Por aquel entonces, ese niño de pantalones cortos había abandonado las aventuras en los jardines de su casa para sumergirse no sólo en la lectura de Julio Verne y de Edgar Allan Poe, de la mano de su madre, sino también en la escritura. En ese momento, escribió una novela, que con los años intentó -más de una vez- quemarla. A tal punto estaba fascinado por la literatura que casi había dejado de ver la luz del sol. Un médico familiar llegó a recetarle que: «tenía prohibido los libros por cuatro o cinco meses«.
Cortázar y la poesía, un amor tempranero
A los diez años, entre sus primeros berretines (amores), nace en él la poesía. Ella había logrado captar su atención no sólo como lector sino también como escriba. Según su propia madre, sus poemas tenían una profundidad que no eran acordes a su edad.
«Con mi madre teníamos un juego. Mirar el cielo y buscar las formas de las nubes e inventar grandes historias. Mis amigos no tenían esa suerte, no tenían madres que mirasen las nubes».
Julio Cortázar, en declaraciones en una entrevista realizada por Elena Peniatowska
Ni el fin de la infancia ni la partida de aquel pueblo del sur del Gran Buenos Aires, ubicado a tan sólo 20 minutos de la Capital Federal, fueron suficientes para que Julio dejara de jugar. Nada pudo hacer que el Gran Cortázar abandonara su parte lúdica, su costado de niño, su sed de poeta. Nada ni su libro: «Final del Juego«.

« Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho más complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles.»
Julio Cortázar
(Fragmento del cuento «Final del juego»)
