La exploración de otras posibilidades de la realidad a Julio Cortázar se le dio naturalmente. Esa realidad que, para el conjunto de la sociedad, era lo racional a Julio se le presentaba como algo ajeno. La irracionalidad o lo que estaba fuera de la lógica empezó a hacer mella en su mundo componiendo un universo tan maravilloso como verosímil. Así contaba qué era para él lo fantástico:
«En realidad yo me siento más cómodo en un terreno que toca lo irracional. Ése es mi verdadero campo. (…) Tú has hablado sobre lo fantástico. Y es ahí justamente donde se sitúa la noción que yo tengo de la realidad. (…) O sea que descubrí, y era un poco penoso, que yo me movía con naturalidad en el territorio de lo fantástico sin distinguirlo demasiado de lo real. Es decir, que sucedieran cosas fantásticas en los libros o que pudieran sucederme a mí en la vida eran hechos que yo asumía sin protesta y sin escándalo. Y me encontré envuelto ya en un sistema social donde eso sí es un escándalo, (…) mi noción de fantástico es una noción que finalmente no es diferente de la noción del realismo para mí. Porque mi realidad es una realidad donde lo fantástico y lo real se entrecruzan cotidianamente.»
Respuesta de Julio Cortázar en entrevista con el español Joaquín Soler Serrano en el programa televisivo «A fondo» en 1977

Una de las tantas formas de acercar al lector a esa realidad en la que lo real y lo fantástico se mezclan y proporcionan una nueva «perspectiva» es la aparición de una entidad que ejerce emociones diversas sobre los protagonistas de los relatos aunque provengan hasta de ellos mismos. Algo externo, poco explicable pero verosímil, que se apropia de la lógica de los personajes y los llevan a transitar por lugares tan remotos como oscuros. Eso molesta, asusta, irradia incertidumbre y, también, a veces, mata.
Les acercamos fragmentos de algunos relatos que dan cuenta de ello.
«…haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver,…»
Julio Cortázar
(Fragmento de «No se culpe a nadie»)
«Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel o desde un bar… Había silencio detrás de su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno.»
Julio Cortázar
(Fragmento de «Llama el teléfono, Delia»)
«Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa,…»
Julio Cortázar
(Fragmento de «Una flor amarilla»)
«Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.»
Julio Cortázar
(Fragmento de «Después del almuerzo»)