
Borges: el escritor que se negó a escribir novelas
Hoy se celebra un nuevo aniversario del nacimiento de uno de los mejores escritores de todos los tiempos: Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo más conocido como Jorge Luis Borges. Cuentista, poeta, ensayista, traductor y profesor argentino nació un 24 de agosto de 1899, en el barrio de Monserrat (Tucumán 840), aunque su infancia la vivió en el barrio de Palermo (Serrano 2135).
Aunque sus obras se caracterizaron por su universalidad, aún hoy, es uno de los íconos más porteños de la Argentina. No es casual que en este país se celebre, la misma fecha (desde 2012), el Día del Lector. Según muchos críticos, Borges fue el mayor lector del mundo, afirmación más romántica que certera, que se sostiene en miles de alusiones que éste realizó a lo largo de su extensa obra literaria.
Quizá de la boca de Jorge Luis Borges se escuchó una de las mayores invitaciones a la lectura en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Cierta vez, cuando se desempeñaba como docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, disparó uno de los consejos más sanos que un lector herido –casi de muerte- puede recibir:
«Si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad».
Borges, el escritor que se negó a escribir novelas
Una de las particularidades de Borges fue su negativa a escribir novelas, a pesar de haber sido un gran cultor de ese género. ¿El por qué? Se pueden inferir muchas respuestas pero el propio autor ensayó una, allá por 1970, cuando el periodista y escritor Fernando Sorrentino sostuvo una serie de encuentros con él para obtener el material que poco tiempo después daría forma a su libro “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges”.
“No, nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin. Posiblemente esto sea una invención de mi haraganería [.]. En el caso de una de las primeras, para mí, novelas del mundo, que es el Quijote, creo que un lector podría prescindir muy bien de la primera parte y atenerse a la segunda, porque no perdería nada, ya que ahí le sería dado todo».
Fragmento del libro “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges” de Fernando Sorrentino (Editorial Losada)
Aunque él como escritor veía en la novela una barrera para sus letras, Borges era un gran lector y amante de ese género. Esa pasión que tenía se tradujo, con los años, en una colección literaria llamada “Biblioteca Personal”, que fue publicada por Hyspamérica (España, 1985) y que contó con más de 70 títulos, entre los cuales se encontraban unas 20 novelas y nouvelles.
Arlt: una pasión compartida por Borges y Cortázar
Borges y Julio Cortázar coincidían en más temas de los que la gente cree (“La otredad”: una preocupación compartida por Borges y Cortázar). Uno de ellos era su admiración por el escritor argentino Roberto Arlt (Roberto Arlt según la visión de Julio Cortázar). Ambos creían que su nombre estaba, sin lugar a dudas, en la lista de los mejores escritores el siglo XX. Es por eso que no era de extrañar que en la nómina de las mejores novelas Borges incluyera a “El juguete rabioso”, una obra de Arlt que vio la luz en 1926. En alguna oportunidad, Jorge Luis Borges afirmó lo siguiente sobre esta producción, la primera novela de Arlt:
“Este libro me hace perdonar a su autor el haber publicado Los Lanzamallas”
En una encuesta realizada por Gaceta de Buenos Aires
Pero su admiración por este escritor argentino fue más allá, y lo llevó a escribir un cuento titulado “El indigno”, que está incluido en el libro “El informe de Brodie”. En ese texto Borges reescribió el final de “El juguete rabioso”, de Roberto Arlt.
Cinco de las novelas favoritas de Borges
Entre su lista de novelas favoritas, las cuales alguna vez fueron recomendadas por distintos medios, se destacan estas cinco obras:
«El juguete rabioso» de Roberto Arlt
«América» de Franz Kafka
«Orlando» de Virgina Woolf
«¡Absalón, Absalón!» de William Faulkner
«Los ídolos» de Manuel Mujica Lainez
Cuento mata novela, para Borges
Para el gran escritor argentino el cuento siempre supo aventajar a las novelas y el gran secreto es que en el texto breve todo resulta esencial. En palabras de Borges: «En un cuento, todo puede ser esencial, o más o menos esencial, o -digamos- puede parecerse más a lo esencial», comentaba Borges.
Pero para recordar y homenajear a Borges qué mejor que hacerlo con sus letras aquí dejamos su cuento «El libro de arena».

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
-Será del siglo diecinueve -observé.
-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.
En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
-¿Usted es religioso, sin duda?
-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
-Y de Robbie Burns -corrigió.
Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
-A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
-Trato hecho -me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.
Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Jorge Luis Borges
(El libro de arena)
